Eso fue hace seis años. De los 18 a los 28 años nunca me acosté con nadie. En resumen, pasé diez años sin tener sexo anal, (el mismo tiempo que duró la serie Friends). A veces miro fotos mías a los 22, 23 o 24 y me cabreo con mi yo más joven. ¡Eras delgado y tenías el mundo a tus pies! Deberías haber echado todos los polvos del mundo. ¡Tenías músculos y ni siquiera hacías ejercicio para que te crecieran! Desperdicié mis 20 sintiéndome inútil y triste, y pensando que no merecía que me follaran. Tengo parálisis cerebral —un grupo de trastornos que afectan a la capacidad de moverse y mantener el equilibrio y la postura— y también soy muy gay. Esta combinación puede ser una sentencia de muerte para tu vida amorosa.
Creo que en parte la culpa de mi actitud derrotista la tiene Queer As Folk (una serie de televisión sobre cinco hombres gais). Cuando me topé con el DVD un día en Blockbuster, vi la primera temporada completa más rápido de lo que Brian Kinney se la mamó a todos los clientes del bar Babylon. Tenía 12 años, estaba en la cúspide de la pubertad y los calentones, y ver sexo gay fuera de un contexto porno fue revelador y emocionante; pero, como lo descubrí más tarde, también me jodió. Queer As Folk presentaba un mundo superficial, en el que sociópatas guapos con buenos culos echaban polvos alucinantes las 24 horas del día y los siete días de la semana, y había gais adorables e inteligentes por todas partes. El mensaje de la serie sobre la importancia de la perfección física fue contundente y claro para mí. Después de ver la enésima toma de unos abdominales perfectamente marcados, miraba hacia abajo a mi propio cuerpo, que no estaba marcado y además estaba cubierto de cicatrices de varias operaciones, y pensaba: Bueno, ¡estoy jodido!
Me gustaría poder decir que Queer as Folk mentía. Me gustaría poder decir que el mundo gay es amable e incluyente —nada parecido a esos monstruos de la serie—, pero, en gran medida, no lo es. Pronto me di cuenta de que en el mundo real los hombres gais actuaban de una manera elitista y prejuiciosa. Tener un buen cuerpo lo era todo. Pasé mis veinte en tres grandes ciudades llenas de gente atractiva, lo cual no me ayudó mucho a tener más probabilidades. Tal vez en Kentucky podría haber tenido alguna oportunidad, pero en un lugar como Nueva York, una ciudad que atrae a la gente más atractiva de Estados Unidos, yo era como un Grendel gay.
Tuve muchos amores no correspondidos. Sufrí muchos rechazos. Recuerdo un episodio que tuve que vivir a los 19 años. Estaba esperando en la cola de un bar gay con un amigo muy atractivo. Un tipo se acercó a nosotros, miró a mi amigo y dijo: «Joder, estás muy bueno». Luego se volvió hacia mí, arrugó la nariz y concluyó: «Y tú te pareces a Harry Potter».
Su rechazo me dolió, pero estaba acostumbrado a que los hombres se burlaran de mí. Unos meses antes había intentado acercarme a un chico que dijo que no podía besarme porque tenía la enfermedad de Lyme. Cuando tenía 24 años, mi mejor amiga y yo salimos con un tipo que me gustaba. Después de despedirnos, le envié un mensaje que decía: «¡Creo que me gustas!». Su respuesta fue: «Creo que me gusta tu mejor amiga, Caitie. ¡Es lo más!». Dos años después, traté de besar a un chico sueco muy guapo y él literalmente se tapó la boca con la mano.
Por supuesto, no siempre fracasaba. También disfruté de mi ración de sexo en plenas borracheras y salí con un par de tipos por aquí y por allá, pero siempre paraba las cosas antes de que se pusieran demasiado serias. Me quedé célibe en parte porque nadie increíble quería follarme, pero también porque tenía graves problemas de intimidad. Era un círculo vicioso. Ansiaba el afecto físico, pero en el momento en que un chico me tocaba, me asustaba y sentía que no lo merecía. El chico discapacitado gay NO puede disfrutar del sexo, pensaba. El chico discapacitado gay NO puede tener una relación.
¿Quién me podría culpar por sentirme de esta manera? Al crecer, las representaciones de los gais a mi alrededor me decían que yo era el peor candidato para la homosexualidad. No conocía a ningún gay con discapacidad. Nunca vi a homosexuales físicamente imperfectos en televisión. No había realmente ninguna representación de la discapacidad, además del niño de Breaking Bad. Cuando no ves ninguna versión de ti mismo, te enseñan a creer que no importas. Básicamente, estás «mal hecho».
Tardé mucho tiempo tener la autoestima suficiente para ir detrás los chicos que deseaba. Básicamente tuve que decirme a mí mismo: «ERES DIGNO DE QUE TE LA METAN» una y otra vez hasta que me lo creí. Una vez lo hice, conseguí un novio y las cosas mejoraron, pero de ninguna manera estoy «curado». El año pasado perdí 13 kilos y me obsesioné con hacer ejercicio. En el fondo, creo que quiero convertirme en un gay atractivo de Instagram y que los tíos me tengan en el punto de mira. Por supuesto, tengo una pareja estupenda y por fin practico el sexo con regularidad, pero aun así quiero publicar un selfie sin camisa para que un desconocido cualquiera me diga que se quiere correr en mi cara.
Podría lograr tener el mejor cuerpo del mundo y pese a ello no estaría a la altura. Puedo llegar a tener el mejor abdomen privándome de margaritas, puedo llegar a tener el culo perfecto haciendo sentadillas, pero mi cojera está aquí para quedarse y mis cicatrices no se van a ir a ningún lado. He avanzado mucho en cuanto a aceptar mi discapacidad: hace un año ni siquiera habría podido mencionar la parálisis cerebral en voz alta. Sin embargo, una parte de mí todavía quiere acabar con ella, arrancarla a base de sesiones de cardio. Pero cuanto más hablo de mi discapacidad, menos estigmatizado me siento, y ahí es cuando el cambio real puede suceder. Si le prestamos atención a los hombres gais con discapacidad, podemos eliminar el estigma y estos podrán dejar de sentirse avergonzados.
Pienso que los gais siempre serán superficiales y siempre querrán follar con alguien con cuerpo de gimnasio, pero si nos esforzamos en mostrar otros retratos del mundo gay, en el que tengan cabido tíos de aspecto normal, seré feliz. Porque no quiero volver a encender el televisor y ver otra vez a alguien como Jonathan Groff fingiendo sentirse avergonzado por quitarse la camisa. Esa mierda no está bien.